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LA CRIPTOGRAFÍA EN LA HISTORIA
La historia nace con la escritura, que ha representado no sólo el mayor hito en la comunicación humana, sino también la mejor manera de mantener la fidelidad de la memoria, evitando que cada generación de vea obligada a comenzar de cero en el camino de la civilización. Existe naturalmente la tradición oral, anterior a la propia escritura, pero es volátil y subjetiva, redundante en sí misma y cambiante en cada trasmisión, y de la que no queda constancia si desaparecen sus narradores. La prueba de ello es que los pueblos carentes de escritura siguen incluso en pleno siglo XXI encerrados en el pozo cultural del Neolítico, mientras que aquellos que han gozado de su beneficio, han hecho avanzar a sus civilizaciones hasta cotas inimaginables y exploran las estrellas y todas las sendas del conocimiento. Es indudable que las escrituras secretas han tenido una gran importancia en el devenir de los hechos históricos, pero por su propia naturaleza, en muy pocos casos han salido a la luz. Aquí intentaré relatar algunos de estos casos, insertados en las vicisitudes humanas que acabaron por cambiar. Esta página no pretende por lo tanto ser una "Historia de la Criptografía", sino más bien mostrar como la propia criptografía se engarza en el entramado de la historia, otorgando sentido a muchos enigmas que de otra forma no tienen explicación.
El telegrama Zimmerman
El 7 de mayo de 1915, a las dos de la tarde, el trasatlántico Lusitania de la Cunard Line se encontraba en las proximidades del faro de Old Kinsale en Irlanda, cuando apareció en la mira del periscopio del U-20 del comandante Walter Schwieger. Poco después un torpedo impactaba en su casco y el elegante buque de 35.000 toneladas, gemelo del Mauritania, se hundía en un fondo de 90 metros llevándose consigo a 1.198 pasajeros, entre ellos a más de cien norteamericanos.
El trasatlántico RMS Lusitania, hundido por el U-20 en
1915
Muchos historiadores citan el ataque a este buque de pasajeros desarmado y la consiquiente pérdida de vidas de ciudadanos propios como el principal motivo por el que Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial, y sin embargo, entre esta fecha y el mes de abril de 1917, cuando finalmente se produjo la adhesión a los Aliados europeos que luchaban contra los Imperios Centrales, pasaron dos años en los cuales el presidente demócrata Woodrow Wilson no mostró la más mínima intención de sumarse a la Gran Guerra. Las intervenciones de USA se resumían por entonces a seguir los dictados del Secretario de Estado Richard Lansing en su propio continente, con el apoyo material que dio en 1914 al mejicano constitucionalista Venustiano Carranza frente al general Victoriano Huerta, y los desembarcos en Haití y la República Dominicana para imponer gobiernos favorables a sus intereses. Por el asunto del Lusitania, en cambio, no se pasó de una condena pública a Alemania y la presentación de las correspondientes quejas diplomáticas ante el embajador Johann Heinrich von Bernstorff. En el Viejo Continente, a principios de 1917 la guerra seguía con toda su crudeza. Alemania aguantaba en las embarradas trincheras del norte de Francia mientras masacraba a las desmoralizadas tropas zaristas en el frente oriental. Austria luchaba con los italianos en las colinas del Piamonte mientras Turquía, una vez conjurado definitivamente el desembarco inglés en la península de Gallípoli, perdía terreno poco a poco en el cercano oriente, empujada hacia Damasco por el ejército de Allenby y por las tropas árabes que había sumado a la acción el mítico Lawrence de Arabia. Diríase que en aquel momento existía un frágil equilibrio entre dos gigantes agotados que necesitaban de permanentes inyecciones de recursos para no desfallecer. La población alemana, sujeta a un firme bloqueo del Mar del Norte por la marina británica, comenzaba a pasar hambre en aquel frío invierno, mientras en el otro bando, tanto la Francia de Clemenceau como la orgullosa Inglaterra estaban exhaustas debido a la sangría de vidas y caudales. Las arcas inglesas se encontraban casi vacías después de tres años de gastar más de 10 millones de libras diarias por los pertrechos que venían de los países neutrales, especialmente de Estados Unidos. Las bazas que les quedaban por jugar por ambos contendientes no eran muchas, y si bien la flota de superficie germana no se aventuró más allá de sus costas a partir del empate técnico que representó la batalla de Jutlandia, disponía en cambio de un pequeño pero activo grupo de buques corsarios camuflados en inofensivos mercantes, y sobre todo de los sumergibles de la Kaiserliche Marine, que apostados en las costas inglesas y el canal de Irlanda se cobraban un precio de cada vez más grande en buques mercantes cargados de cañones y municiones que resultaban totalmente imprescindibles para mantener equilibrado el frente aliado occidental.
En esta situación, el 17 de enero de 1917, una copia de un telegrama cifrado llegó a la llamada Sala 40, sede del servicio criptográfico de la Inteligencia Naval británica, dirigida por el almirante William R. Hall. Al parecer, el mensaje había sido transmitido desde Berlín por la embajada americana y llegó a Inglaterra a través del cable submarino que comunicaba con Dinamarca, para después seguir su camino por otro cable a través del Atlántico y llegar a los Estados Unidos. Pero lo insólito era que dicho envío no era de procedencia americana, sino que su remitente era el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán y el destinatario su delegación en Washington. El motivo para de se diera esta extraña combinación era que desde el principios de la guerra los buques ingleses Alert y Telconia habían cortado todos los cables submarinos trasatlánticos que salían de Alemania, y a partir de entonces los germanos se vieron obligados a enviar sus mensajes a través de los poco fiables sistemas de radio de entonces o aprovechar el ofrecimiento del presidente americano Wilson, que en un intento de mantener buenas relaciones con este país, les ofreció el conducto de sus propios canales diplomáticos. A los alemanes no les importó aceptar, ya que sus mensajes estaban cifrados y no tenían constancia que los americanos dispusieran de analistas capaces de romper sus códigos, pero no contaron con que los ingleses, cuyas agencias tenían mucha más experiencia en esta materia, espiaban todo el tráfico de mensajes que pasaban por su isla hacia el Nuevo Mundo . El mensaje en cuestión era inusualmente largo, pero lo que más llamó la atención de la Sala 40 fue haber detectado el mismo texto por otros dos caminos distintos, uno de los cuales era llamado "la ruta sueca", lo parecía indicar que se trataba de algo importante cuya recepción deseaban asegurar. En un primer análisis, los expertos Nigel Grey y William Montgomery comprobaron que estaba cifrado mediante la clave diplomatica alemana 0075, compuesta por una secuencia de grupos de números, cada uno de los cuales significaba una palabra.
A diferencia del cifrado clásico, en que cada carácter es sustituido o permutado por otro siguiendo unas reglas determinadas, el cifrado por códigos se basa en la sustitución directa de palabras por sus equivalentes contenidas en un libro-diccionario de mayor o menor extensión. Si ser demasiado estrictos podríamos compararlo a una sustitución monoalfabética pero con cientos o miles de signos. Naturalmente, para impedir que un código del que se han interceptado un cierto número de mensajes sea roto por un simple análisis de frecuencias, también se recurre a los viejos sistemas medievales denominados “homófonos” y “nulas”. El primero de ellos consiste en repetir las equivalencias de las palabras o partículas gramaticales más comunes, como pueden ser la “a”, “de” o “el”, para así “diluir” su abundancia entre códigos que parecen distintos. Y las “nulas” son códigos que no significan nada, que repiten combinaciones inusuales, como “XXXXXX”, o incluso palabras correctas colocadas en lugares evidentemente incorrectos, todo lo cual complicará el trabajo de suposición de los criptógrafos pero en cambio no comprometerá el sentido final del mensaje. El código 0075 no era una excepción en estos aspectos ya que contenía unas 10.000 palabras y disponía además de la ventaja de su novedad, ya que había aparecido apenas seis meses antes, pero en este caso Grey y Montgomery contaban con la ayuda del genial Dilly Knox, un estrafalario profesor de lenguas clásicas del King’s College que había sido reclutado por el almirante Hall, y que haciendo gala de métodos poco ortodoxos demostraba una inusual habilidad para desvelar detalles y coincidencias que a otros analistas les pasarían desapercibidos. Parece ser que la labor de descifrado de este telegrama se llevó a cabo al principio sólo de una manera parcial pero suficientemente precisa como para entender el significado. Eran instrucciones del ministro de asuntos exteriores alemán, Arthur Zimmerman, a Heinrich Von Bernstorff, su embajador en Washington, para que a su vez enviara a su homólogo en Ciudad de Méjico, Von Eckardt, una propuesta dirigida al presidente mejicano Venustiano Carranza. Debía informarle que a partir del mes de febrero los submarinos alemanes torpedearían sin reservas de ningún tipo cualquier buque mercante o de pasajeros de cualquier nacionalidad que se aproximara a las costas inglesas o francesas, y que si ello acababa provocando la entrada en guerra de Estados Unidos, estaba dispuesto a establecer una alianza con Méjico para que éstos atacaran a los americanos por su frontera sur. Añadía a su ofrecimiento ayuda financiera. Asegurando que al firmarse la paz, los mejicanos se resarcirían con creces de su vecino del norte y recuperarían los estados de Tejas, Arizona y Nuevo Méjico. Arthur Zimmerman, ministro de Exterioresdel Kaiser Guillermo II Según el ministro alemán, Inglaterra se encontraba al límite de sus fuerzas, y la nueva campaña submarina representaría el toque de gracia que les obligaría en pocos meses a pedir la paz. A la vez, Zimmerman pedía al presidente Carranza que hiciera de puente para pasar la misma petición al gobierno japonés, que de igual forma obtendría importantes ganancias territoriales incluso en el continente americano. El texto era una verdadera bomba que podía romper la visión pacifista en que se había embarcado el presidente americano Woodrow Wilson, el cual pretendía mantener una neutralidad imposible en un mundo en llamas y contemporizar con una Alemania expansionista cuyo claro interés era la dominación de Europa y erigirse a la postre como única e incontestable potencia del orbe. Sin embargo, existía el problema casi insalvable que los ingleses habían obtenido esta información espiando precisamente los canales diplomáticos americanos, y por tanto, no podían presentarse en la Casa Blanca con el resultado de su trabajo y confiar en que este “detalle” no perjudicara de forma grave las relaciones entre ambos países. Existía además la cuestión de dar veracidad al mensaje, ya que la propia Alemania podría negar su autoría y alegar que todo ello era un montaje inglés para conseguir arrastrar a los Estados Unidos a la guerra. La solución vino del otro lado del Atlántico, ya que la Inteligencia Británica supuso que la embajada alemana en Washington utilizaría la red telegráfica comercial para reenviar las instrucciones de Zimmerman a Ciudad de Méjico. Y la intuición tuvo su premio, ya que un misterioso agente denominado “Señor H” pudo obtener una copia del telegrama en la oficina de la Wenstern Unión de la capital mejicana.
Copia del telegrama conseguida en Ciudad de Méjico
En este nuevo texto había llegado vía Galveston y estaba fechado el 19 de enero, dos días después de haber interceptado el telegrama original en Inglaterra. En este caso iba firmado por el embajador en Washington, Von Bernstorff , y dirigido a la Delegación Alemana en Méjico capital. Otro cambio era la propia clave, que había sido cambiada por la denominada 13042, la cual era una variante de la 13040. Y a partir de aquí las fuentes históricas están divididas. Por una parte circula la versión de la historiadora norteamericana Bárbara Tuchman, afirmando que los ingleses tenían la suerte de poseer un libro de claves del código 13040 que habría sido obtenido al detener en Siria a Wilhem Wassmus, un cónsul alemán que trabajaba para los servicios secretos de su país intentanto levantar a las tribus árabes contra el Imperio Británico. Pero el renombrado experto en criptología David Kahn, autor de “The Codebreakers”, opina que los criptógrafos ingleses no disponían de tal libro y que en realidad el código fue roto gracias a la habilidad los expertos la Oficina 40. Algunos documentos de esta época muestran tiras de números correspondientes al telegrama Zimmerman con anotaciones a lápiz, indicando que en su descifrado se utilizaron los habituales procedimientos deductivos de prueba y error, nada de lo cual habría sido necesario de haber dispuesto del código real. La interpretación que recoge Tuchman, que surgió de la rumurología algún tiempo después de estos hechos, puede ser debida a una desinformación sembrada de forma consciente por el Almirante Hall, en la necesidad de ocultar que los criptoanalistas ingleses estaban en condiciones de romper los códigos de otros países, lo cual era siempre mucho más peligroso para cualquier potencial enemigo que el hecho fortuito que hubieran capturado un libro de claves. En poco tiempo, el texto dirigido a Von Eckardt quedó totalmente descifrado y traducido, y una vez eliminadas las cabeceras y adaptadas las diferentes formas verbales entre idiomas; decía lo siguiente:
Traducción del código 13042 al alemán, extraído del libro de Bárbara Tuchmann "El telegrama Zimmerman". La equivalencia al texto en castellano es obra del profesor Arturo Quirantes
(http://www.cripto.es/enigma/boletin_enigma_1.htm)
El texto acabado y con las pruebas que certificaban que su origen había sido la embajada alemana en Washington fue entregado por el propio almirante Hall al Secretario de Exteriores británico James Balfour, de su mano pasó al embajador americano en Londres y de allí viajó por valija segura a Estados Unidos. Pese a la postura conciliadora que mantenía la Casa Blanca con Alemania, los servicios de inteligencia siempre habían estado al tanto de las permanentes maniobras de este país para inestabilizar el continente americano. A igual que en Europa Zimmerman apoyó firmemente a Lenin contra su enemigo el Zar Nicolás II, y en África y Medio Oriente financió a aventureros como Leo Frobenius en su intento de imitar a Lawrence de Arabia, el ministro alemán estaba convencido que el eslabón débil de los Estados Unidos era precisamente Méjico, y que si conseguía mantener en este país un clima de permanente agitación acompañada con ataques esporádicos a los estados sureños de la Unión, a Washinton no le quedaría otro remedio que mantener sus tropas en constante estado de alerta o de obligarlas a empeñarse en inciertas campañas militares en un país donde la fragmentación del poder entre facciones revolucionarias imposibilitaba llegar a cualquier paz permanente. En uno u otro caso, la intención del ministro alemán era que las tropas yankees se mantuvieran lejos de Europa. La inteligencia americana tenía fundadas razones para sospechar de la planificación de alemana en dos fallidas campañas del general golpista Victoriano Huerta, que en 1913 se había erigido en el poder al asesinar al presidente electo Francisco Madero. La primera, cuyo autor intelectual habría sido Paul Von Hintze, consistiría en un ataque para apoderarse del Canal de Panamá con un ejército de diez mil hombres que llegó a estar concentrado en el estado de Chiapas. Y la segunda era la guerra limitada contra Estados Unidos para recuperar los territorios perdidos setenta años atrás, en el tratado de Guadalupe Hidalgo, y que preveía la invasión de Arizona, Nuevo Méjico y Tejas, llegando a la ocupación de parte de California y de ciudades como Denver, en el estado de Colorado. La ambiciosa idea, planificada por Carl Heynen y Federico Stallforth desde su base en Tampico, con la ayuda de unos 50 agentes, contaba también con el apoyo del importante ejército de Pascual Orozco desde Ciudad Juárez y disponía de las armas salidas de las fábricas del magnate mejicano-alemán Maximiliano Kloss. La invasión se produciría en dos frentes a través de Brownsville y El Paso, reclutando y armando a su paso a los cientos de miles de mejicanos que vivían en los estados del sur. A la vez, serían apoyados por los emigrados de Alemania englobados en la poderosa Liga Bohemia, con sede en Nueva York, asociación que también era controlada por agentes a las órdenes de Berlín. Ninguna de las dos aventuras pudo llevarse a cabo por los levantamientos de Pancho Villa y Emiliano Zapata, que derrocaron a Huerta en 1914 y le obligaron a exiliarse en España, pero al año siguiente viajó a Berlín y obtuvo el apoyo de Zimmerman, el cual le entregó millares de armas y 2,5 millones de cartuchos para regresar a su país y retomar el poder. Sin embargo, al llegar a Estados Unidos, las autoridades descubrieron el cargamento y lo encerraron en prisión, donde se dice que fue envenenado provocándole una cirrosis que finalmente acabó con su vida en el penal de El Paso en 1916. Mientras tanto, en Méjico los revolucionarios habían creído en las palabras de Venustiano Carranza y dejaron el poder, pero al poco se sintieron traicionados por las tímidas reformas sociales incluidas en la nueva Constitución y volvieron a levantarse en armas. Carranza, que de manera evidente protegía a las oligarquías, recibió entonces el reconocimiento y el apoyo material de Estados Unidos, que de forma paralela decretó un embargo de suministros hacia sus oponentes. En enero de 1916, Pancho Villa, en clara represalia por el apoyo a Carranza, asesinó a 18 mineros americanos de la ASARCO en Santa Isabel, en el estado de Chihuahua, y dos meses más tarde, inducido por agentes germanos que le proporcionaron nuevas armas de Kloss, asaltó con 600 hombres la pequeña ciudad de Columbus, en Nuevo Méjico. Una semana más tarde, el presidente Woodrow Wilson ordenaba al general Pershing que cruzara la frontera para capturar a Villa. La llamada Expedición Punitiva que llegó a contar con de 12.000 hombres, duró 11 meses y con poco más que algunas escaramuzas se adentró más de 600 kilómetros en territorio mejicano sin poder hallar al líder revolucionario, que después de resultar herido en una rodilla permaneció escondido todo el tiempo en una cueva de la sierra de Tarahumara.
Algunos de los protagonistas americanos de esta historia.
De izquierda a derecha: el presidente de EUA Woodrow Wilson, el
presidente de Méjico Venustiano Carranza, el general golpista
Victoriano Huerta, y los revolucionarios Pancho Villa y Emiliano Zapata
En esta tesitura comenzó 1917 y el 1 de marzo la prensa americana hizo público el texto íntegro del telegrama Zimmerman. Los sentimientos estaban divididos, ya que una gran parte de la población estadounidense, producto de la intensa inmigración procedente de Europa seguía fiel a sus propios sentimientos nacionales, copia del bipolarismo del Viejo Continente, y a todo ello se sumaba a que tanto los pacifistas norteamericanos como muchos indecisos consideraron el telegrama como una maniobra de intoxicación de los servicios secretos ingleses para arrastrar al país a la Gran Guerra. Pero de forma totalmente imprevista, dos días después el propio Zimmerman certificó desde Berlín su autenticidad, que repitió de nuevo en un discurso pocas semanas más tarde, matizando que hasta entonces era un documento privado sin más valor y que sólo sería entregado a Carranza en caso de hostilidades por parte americana. Es posible que pensara que una vez descubierta la maniobra al menos serviría para intimidar a este país y le obligaría a reconsiderar su apoyo a Inglaterra, lo cual no sólo demostraba un claro desconocimiento del modo de ser americano, sino también de las posibilidades del ejército mejicano para acometer semejante aventura. Pero de forma contraria a sus intenciones, la revelación provocó una oleada de indignación antialemana, y lo que podría haberse quedado sólo en sospechas discutibles, acabó convertido en un verdadero casus beli que precipitó los acontecimientos.
Portada del New York Times en que se da a comocer el Telegrama
Zimmerman y diversas reacciones al mismo
En Méjico, los generales del Estado Mayor de Carranza fueron mucho más prudentes que el ministro alemán, y después de reconocer la desproporción de la potencia industrial entre ambos países y el estado lamentable de sus tropas tras décadas de revoluciones y asonadas militares, desaconsejaron al Presidente considerar la propuesta. En respuesta a ello, el diplomático Francisco León de Barra era enviado a los pocos días a Washington, como comisionado de paz. En Estados Unidos y ante el cambio radical en la opinión pública, el presidente Wilson dio definitivamente la espalda a quienes deseaban mantener la neutralidad a cualquier precio y ordenó armar los buques mercantes, con instrucciones precisas de responder de forma contundente a cualquier ataque germano. El 2 de abril, sólo un mes después de hacerse público el affaire Zimmerman, solicitaba al Congreso la declaración de guerra contra los Imperios Centrales, que fue refrendada por la cámara cuatro días más tarde y que representó con toda seguridad el factor que acabó inclinando la balanza hacia el lado de los aliados y, un año y medio más tarde, la derrota sin paliativos de Alemania, el Imperio Austrohúngaro, Bulgaria y Turquía.
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